jueves, 8 de diciembre de 2016

Dos anécdotas...

Siendo adolescente, iba todos las tardes a la biblioteca del pueblo pero no para leer. No me gustaba leer. Así que para los amigos que me conocían era todo un espectáculo verme en los sillones de tela de pana gorda verdacha colocados frente al mostrador de recogida y entrega de ejemplares y poner cara seria fingiendo entender textos complicadísimos para mi joven raciocinio. “Ética sin ontología” de Putnam, “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero” de Keynes... De vez en cuando me acercaba al mostrador, siempre con un lápiz masticado - que nunca tenía punta - o una pluma que llevaba años sin probar tinta en la mano, para recoger y llevarme a casa obras como el “Ensayo de bibliografía marítima española” de Palau y Ponce de León o “Escritos de teología” de Rahner (me llevé unos seis o siete tomos de estos escritos a lo largo de aquellos años). Devolvía aquellas incomprensibles sumas de galimatías al cabo de unos días comentando de tal o tal volumen que me había parecido tan interesante como la lectura de los artículos de los “Anales de la Universidad central del Ecuador” de VV.AA. pero mejor que el “Idiopathic juvenile osteoporosis: experience of twenty-one Patients” del Profesor Rheumatol. No os voy a contar el día en que me enteré de quién era VV.AA.
Recuerdo haber consultado una tarde entera un colosal diccionario español-griego y haber estado copiando unas líneas, sin entender ni papa de lo que escribía, con esmerada caligrafía en un folio que luego dejé olvidado adrede en mi sitio habitual. Antes de que los viese su destinataria, aquellos garabatos manchados de tinta por la mala calidad de mi pluma rellenada para la ocasión acabaron en la papelera cuando el encargado moreno y rechoncho de la limpieza hizo su trabajo.
Una vez, confundido, consulté “Adolescencia, sexo y cultura en Samoa” de Margaret Mead y sigo sin saber de qué va ese pesado tratado. Otra vez, una tarde en pleno mes de agosto, estando todos mis compañeros tirando piedras en el parque aunque hiciese cuarenta y cinco grados a la sombra,  yo, dentro de aquella biblioteca que carecía de aire acondicionado, por culpa del calorcito que me daba un rayo de sol que atravesaba la vidriera - esta tenía coloreada con pintura traslucida, morada y gastada un Quijote tamaño natural a lo Picasso pero sin su Sancho Panza - y lo mullido del asiento, me dormí. Me despertaron una joven hermosa que se presentó como Enlucida O'Boots - de familia irlandesa pensé - y un señor panzudo de oficio cantinero con una camiseta en la que ponía “Ventresca, Quesada y Nachos ‘ZANAPA’” de la cual pendía un identificador de seguridad electrónico con el nombre de “Nectarino Alonso” - de origen mexicano pensé -. Era la hora del cierre y me estaban espabilando la bibliotecaria y el señor de la limpieza. Tenía agarrado entre las manos “Campos y Ondas Electromagnéticos” de Lorrain y Corson y me había dado un golpe de calor.
Aquella hermosa bibliotecaria era el porqué de mis visitas. Estaba locamente enamorado de ella y quería impresionarla. Que ahora me guste leer y sea un bibliófilo empedernido, eso vino después de casarme con esta maravillosa persona de cuento - ¿o poco a poco durante aquel tiempo pasado en la biblioteca? -. Me olvidaba… Ahora sé cómo se dice “te quiero” en griego. Clásico por supuesto… y sin tachones… con un corta-y-pega… con un traductor automático...
David Ortiz

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Siempre me han encantado los libros y siendo estudiante en Londres conseguí trabajar como becario en una biblioteca. Pero como al cabo de unos meses seguía sin recibir la paga acordada me despedí habiendo preparado un plan. Si no me pagaban en libras, yo iba a cobrar en libros. Fui sacando unos cuantos todos los días durante la última semana en la que estuve yendo antes de no volver. Ahora estos libros están aquí, en la estantería que tengo al lado del escritorio frente al cual estoy sentado, haciéndome sentir culpable por haber robado.
David Ortiz
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Desde entonces veo libros en todas partes...

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